Otro México y Los Cuatro Elementos Pt. 2

Continuación de un viaje de auténtico turismo gastronómico por CDMX, Ensenada, Bogotá y Barranquilla.

Por Marta Mendez

10 min

Parte 2:

3 días en Ensenada, Baja California, México



28 de mayo, 00h44, Tijuana, México. A la búsqueda de tacos. Anfitrión mexicano que se respeta, busca tacos para el mundo. Así funciona, así es y así debe de ser. No fueron los de la agenda porque la hora los agotó “temprano”. Sería la segunda opción y sería la buena opción. Comidos y confundidos, nos ordenamos por carros y destinos. Agarramos viaje hacia Ensenada.

8h17, puerto de Ensenada, Baja California, México. Mi tercera vez en estas tierras y mi primera probando el baile del mar. Agua, barco, chaleco, desvelo y muchísimo entusiasmo. Era el momento de las ostras, siempre es su momento en mi imaginario, pero aquí no había espacio para nada más. Fueron ellas las protagonistas. Se mostraron naturales. Se mostraron tímidas. Se mostraron abiertas. Se mostraron en todo su esplendor. Baja Shellfish Farms hace un hermoso trabajo en el cuidado responsable de esta producción del mar Pacífico de Ensenada.

9h58, ya con vino blanco en mano, veo como se desnudan, una tras otra, las ostras. Acto seguido, la mano disponible toma con delicadeza la mitad llena de cuerpo y la succiona entera sin espacio a discriminar alguna parte de su anatomía. Entre el vino y las ostras, el reto es mantener el equilibrio sobre el sandungueo marítimo. Qué privilegio pensé. Gracias, pensé. Gracias di. Gracias sigo sintiendo.

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Los paisajes del Valle de Guadalupe, Ensenada, Baja California, México. Estos paisajes son tan mediterráneos como únicos. Es una mezcla de viejo mundo con actitud de nuevo. Cielos azules, viñedos a toda vista, arquitecturas atrevidas, propuestas gastronómicas que exponen al océano en platos. Y esto último me trajo aquí. Cada viaje me lleva ahí. Me lleva a la esencia de los sabores del paisaje. Se manifiestan desde lo salado, desde los taninos, de la tierra desierta, de la brisa de mar.

14h33, Animalón, Valle de Guadalupe, Baja California, México. Javier Plascencia, cocinero y personaje de gran trayectoria en el mundo de la gastronomía de Baja California, ha sido reconocido como #100 en la lista de Latin America 50 Best en 2022. Javier plasma en cada uno de sus restaurantes una esencia propia aunque confiesa que siempre hay una misma intención de fondo. Cocinas abiertas, humo, huertos propios, combinación del mar y la tierra. Conceptos dignos del paisaje que les da vida. Ahí estoy, bajo la sombra de muchas ramas, entre rayos de sol y frescura. La cocina se camuflajea entre lo verde y el polvo desértico. Ahí, frente a los ojos expectantes, un animalón. Un atún listo para ser destazado, listo para ser preparado, listo para ser servido, para ser devorado. ¡Y así fue! Nos sentamos en grandes mesas compartidas bajo la luz dispareja del sol. Se acercaron meseros y muchos platos. Los colores no hacen falta. Javier pasea entre las mesas con aire de satisfacción. Y es que es lindo eso de complacer paladares.

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17h23, Bruma, ese proyecto que es un viñedo, que luego convierte la uvas en vino, y que hoy lo lideran las manos y el conocimiento de Lulu, ahí, parados frente a semejante paisaje que se refleja más grande en este espejo “panorama” que sirvió de encuadre para la foto del recuerdo de varios. Nos tomamos unos vinos. Tal vez unos mezcales también.

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19h22, borrachos y sonrientes, llegamos a Lunario, el restaurante cuya cocina es liderada por Sheyla Alvarado. Veo la foto que le tomé al menú y todos los flashazos de platillos llegando con vinos del Valle. Esta experiencia merece mi atención sin desenfoque. Siento que le debo una disculpa, tal vez le debo otra visita.

Recuerdo bien la almeja chocolata, habas y tomatillo porque fue ese sabor familiar del viaje pero también porque Sheyla le pintó con sus propios colores. Recuerdo el tamal de calabaza, su presentación de estampado que veo muy bien expuesto en una prenda de moda. Recuerdo haber tomado mucho vino de parajes muy cercanos. Recuerdo el Canto de luna, no recuerdo la mezcla de cepas. Recuerdo el postre, lo recuerdo poco, recuerdo el sabor a queso, lo confirmo con la foto del menú. Quiero volver a probarlo. ¡Tengo que volver!

Es difícil de explicar pero en cocinas de mujer siempre siento una vibra distinta. Tal vez tiene que ver con que las vivimos menos. Tal vez tiene que ver con que de verdad son distintas a las masculinas. Tal vez tiene que ver con la activación de un sensor que altera el lenguaje.

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22h31 y estoy en la cama.

A las 3 A.M. del 29 de mayo me tomo una ducha exprés. No sabía que sería la última en más de 42 horas. Llega una camioneta grande a recogernos al hotel. Nos ajustamos al espacio para no llegar tarde. Quién sabe si era el desvelo o la persistencia de una borrachera continua, el caso es que llegamos a tiempo para tomar el barco de Bluefiná que nos llevaría a conocer el proyecto que cría atunes de aleta azul. Una pesca que busca la sostenibilidad de la especie con prácticas que respetan las regulaciones de pesca y no utilizan hormonas.

La agenda indicaba 4 horas de ida y otras 4 de vuelta. Fueron bastantes horas más. Dormí mucho más tiempo de lo que vi el océano, me arrulló más de lo que me despertó. Muchas horas después llegó el momento de los atunes. Ahí estaban. Bajo nuestro barco se deslizaban. Circulados por una malla gigante que dibujaba una piscina en medio del océano. No muy lejos subían por una alfombra eléctrica, clasificados por peso, para satisfacer la demanda de los restaurantes que pronto los volverían aquellos platos que comí, aquellos platos que comería.

Meses atrás yo me había pronunciado a favor de nadar en este hábitat provocado. ¿Hubo un momento de suspenso, podremos o no nadar con los atunes? El clima parecía no estar a favor de darle anécdota a esta fantasía. Hice el duelo muy pronto. En cuestión de minutos cambió todo y estaría probándome trajes de buso para entrar al agua helada que nos esperaba con unos 3000 atunes de más de 120kgs trazando mi fondo de mar. A pesar de no haber tenido mis lentes de contacto, la majestuosidad de esas criaturas era innegable. La aventura no duró mucho pero se ha quedado grabada en un vídeo de sumersión captado por Cecilia Padhila y también en el recuerdo. Esa aventura larga sobre el pacífico cobró sentido en ese momento, ese momento de entrar al agua y nadar con esos hermosos seres. No recuerdo haber sentido frío, la calidad de los trajes hicieron efecto, pensé. El hambre llega justo después de exprimirme el agua de sal. No fallan los anfitriones, el banquete de tostadas está listo. Ahí estaba la Carreta de la Guerrerense, referencia mexicana que anda mucho sobre ruedas y al parecer sobre motor de agua también. Tantos sabores de mar para escoger, tantas sabrosuras para darle volumen a la tortilla de maíz. Y eso hago, me como unas tres, me tomo unos vinos, porque siempre está la opción, aprovecho para no perderme el paisaje de mar, hacen falta muchas horas aún para volver a tierra.

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· Imagenes cortesía de Bluefiná y Cecilia Padhila

17h00, mi carga salina, mi cansancio y yo llegamos a Villa Torel. El restaurante de Alfredo Villanueva que te recibe con la Bodega de Santo Tomás. El cansancio pasa rápido al olvido. El resto de sales me siguen acompañando. Me recibe “La abeja y el lobo”, un blanco de la bodega local. Me recibe un ambiente de vinilos, sobre la tornamesa da vueltas el LP pero también una copa. Me recibe la tarde de un paisaje vitícola. Me recibe otra mesa grande y compartida. Me recibe un banquete que aún no llega pero llegará. Una piensa que no tiene hambre, el hambre se asoma con las presentaciones. Abrir cocina en el Valle de Guadalupe es compartir el aire con las historias que cuentan cada restaurante que dibujan rincones del paisaje. Todos son parecidos. Todos son distintos. Todos son su propia interpretación del mar y de la tierra. A todos les da sabor el fuego y las ideas locas de un cocinero o cocinera.

Y qué comience el banquete: Crudo de jurel sobre tomates frescos, quiero más, por favor, denme más. Percebes, carpaccio de corazón de atún. Exacto el que trajimos del mar a la mesa. Hubo zanahorias, hubo verdejo. Hubo chancho, hubo merlot. Hubo postres: chocolates, dátiles, caramelos, pistachos, hubo puras cositas bonitas para el corazón y yo me repetí alguno de los vinos.

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20h06, no hubo tiempo de tomar ninguna ducha. Estoy destinada a convivir con los atunes en el recuerdo y en la piel. Llego a Fauna. No es mi primera vez pero me emociono igual. Alcanzo a ver el día caer. Qué bonito que es el hemisferio norte (y más oeste), le da comienzo a la noche un poco más tarde. Una mesa larga con copas de vino medio vacías nos recibe. Son las copas de los que pudieron tomar una ducha antes del siguiente punto de agenda. Afortunadamente mi copa se pone rápidamente al día, se rellena mientras la vacío. Un pequeño recorrido con Lulu, la enóloga de Bruma, una explicación de lo que se transforma en esa bodega, un concierto improbable de música norteña con canciones de rock ochenteras remixeadas y estaba lista para que llegara la fiesta.

20h42, la mesa de muchos estaba esperando. La fiesta era más bien un festín. Esta vez conozco los nombres de casi todos los que compartimos mesa. Pienso, la última vez compartimos esa misma mesa, éramos sólo 5 amigos pero el sentimiento fue el mismo. La mesa es de todos. Pruebo cosas nuevas y cosas viejas. Lo viejo confirma algo, hay consistencia, el amor en esa cocina no es fantochada. Lo nuevo son algunos vinos que Lulu reinterpreta para la mesa entre español, inglés y francés para satisfacer algunas barreras o romanticismos lingüísticos. Hubo brócoli, pulpo, conchas, obvio que hubo conchas, salsas tintas, es decir salsas negras que fueron puro río que fluye hacia las papilas del sabor. Hubo tanto que lo único que puedo decir es: ¡A Fauna se vuelve, siempre!

22h04 tomo la foto del equipo de cocina para agradecer sus sabores y corro al aeropuerto de Tijuana. Bogotá espera y mi deseo por una ducha se hace más grande.

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Continuará…

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