Recados: Secretos Que Se Revelan
Son las seis de la mañana de una mañana muy fría en Xela. Estoy en la puerta de la casa de Chayito Álvarez, cocinera ancestral. Nos reunimos ahí para profundizar y conocer el proceso completo de los recados quetzaltecos y el pache de papa.
Por Carmen Lucía Alvarado
3 min
Son las seis de la mañana de una mañana muy fría en Xela. Estoy en la puerta de la casa de Chayito Álvarez, cocinera ancestral, gestora y sobre todo una mente activa que indaga y responde alrededor de la comida. Nos reunimos ahí para iniciar lo que será un día de profundizar y conocer el proceso completo de los recados quetzaltecos y el pache de papa.
Chayito es parte de una asociación de mujeres mayas que entre muchas otras actividades se ha dado a la tarea de reivindicar y poner en boca de todos la comida local. Entre tours de comida ancestral y aprendizaje colectivo, la organización a la que Chayito pertenece se ha convertido en una resistencia que fortalece la comunidad y abona la memoria poniendo como eje a la comida.
Aunque aún es muy temprano, el mercado de la terminal de Xela ya hace varias horas está vivo. Ese mercado es una ciudad dentro de la ciudad. Es necesario tener claridad de lo que se quiere y en dónde encontrarlo, porque de lo contrario es fácil perderse. Vamos en busca de las papas para los paches, de los chiles para el quichom, del ajonjolí, la cebolla, el tomate y la carne. Las angostas callecitas del mercado son ríos de personas, voces, gritos y olores. Chayito va haciendo paradas y poco a poco sus canastas se llenan de recados y paches en estado larval, separados en sus partes.
Pacajá Bajo
Vamos a la casa de doña Florinda Matul Cutzal, la suegra de Chayito. Ahí nos espera también su cuñada Lidia, con quien trabaja en la organización de mujeres mayas y quien también es cocinera profesional. La casa está en Pacajá Bajo, una de las comunidades semi-rurales de Xela. Estamos a menos de 20 minutos en carro del parque central, pero el ritmo de la vida es otro. La ciudad y el bullicio del mercado son ya muy ajenos a este pequeño valle de calles pequeñas y casas inmensas. Inmensa también es la cocina al aire libre, cocina sin frontera, cocina que no tiene división con el paisaje.
Las ollas, los comales y las jarrillas de barro colgadas en la pared aguardan el momento de ser utilizados para iniciar –como hace miles de años– el ritual de la preparación de los alimentos. La leña, las tres piedras que serán el templo del fuego destinado a transformar los ingredientes en algo nuevo, el comal calentándose.
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Tamalitos
Como si fueran pequeños niños cubiertos con el perraje de su madre, los tamalitos son los pequeños acompañantes de los recados. Es lo primero que se prepara. “La medida la traen las manos”, dice Chayito, y con una agilidad increíble forma inmediatamente un grupo de bolitas de masa que luego envuelve en hoja de milpa. Hace una cama de hojas en la olla de barro, los coloca en forma circular y deja al centro un agujero. “Este es el corazón de la olla” dice. Dentro de media hora estarán listos.
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Piedra-Reliquia
Aunque la forma de preparar los recados ha ido cambiando y el mundo más práctico ha transformado las herramientas para cocinar, la piedra de moler es la evidencia del origen y la resistencia, la responsable de mantener el sabor que atraviesa siglos. Las piedras de moler pasan de generación en generación, de mano en mano; reciben la fuerza de las mujeres que las utilizan, pero no solo la fuerza física, también las palabras que pronuncian, sus sentimientos, sus momentos felices y sus momentos difíciles. La fuerza de generaciones de mujeres que han dedicado tiempo a alimentar a su comunidad –a mantenerla viva– está ahí, contenida en esa base y ese brazo de piedra que se convierte en una extensión del cuerpo.
Para un país tan profundamente golpeado como Guatemala, cuyos tejidos comunitarios han sido rotos una y otra vez –de distintas formas y en distintas medidas–, tener ese vínculo ancestral con el alimento es tan vital como sagrado. Así se esboza una resistencia capaz de contener en el alimento al pensamiento, la memoria, la supervivencia y la búsqueda por conmover nuestros sentidos. Las puertas entre lo cotidiano y lo sagrado se abren cuando se piensa en lo que se comerá en un día cualquiera replicando las nueve molidas que Ixmucané le dio al maíz que formó a las primeras personas[1].
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Las piedras se entierran cuando han dejado su vida útil. Lidia y Chayito cuentan de piedras de miles de años que han encontrado. También imaginan sus piedras en el futuro, ya sin ellas, pero sí con sus recetas. Las piedras hablan, cuentan, nos salvan de la deriva en que la desmemoria podría tenernos. “Esta piedra era de la abuela de mi bisabuela” dice Lidia, y la palabra tiempo no es capaz de cubrir con su significado a ese objeto humilde pero lleno de misticismo. “Cuando mi mamá se vaya nos va a dejar dicho a quién le toca qué piedra”. Y ahí estará la piedra replicando una y otra vez la comida que mantiene vivas a las comunidades por generaciones.
Dicen que el sabor es diferente cuando los recados no se han hecho en piedra, así como cuando no se cocina con leña o con ollas de barro. Y es que no es solo un recipiente o una herramienta la que cambia, es lo que carga consigo, son los nombres de tantas otras mujeres que se vuelven a manifestar en el sonido de la piedra o el crepitar del fuego.
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