Corea en Guatemala
Emprendí la aventura de acercarme a la cocina coreana en Guatemala. Su auge en nuestro país es un fenómeno curioso, indudablemente provocado por otro, tan profundamente humano: la migración.
Por Carol Zardetto
17 min
COREA DEL SUR Y SU DESBORDADA IMAGINACIÓN CULINARIA
Hace algunos años viajé por razones de trabajo a Corea del Sur. Tuve la suerte de andar por las calles de Seúl un día de celebración popular. Las plazas y avenidas estaban inundadas de gente disfrutando de las múltiples actividades: hacer lámparas de papel (que luego colgarían en los templos budistas), ver los espectáculos al aire libre o recibir clases gratuitas de caligrafía. Pero lo que más impresionaba mis sentidos era aquella paleta de olores de la comida callejera que se cocinaba en las calles. No solamente los transeúntes hacían cola para degustarla; autos elegantes paraban a los costados de las carretas para llevarla servida en conos. Yo husmeaba aquel universo como un gato que, al encontrarse en un lugar radicalmente distinto, curiosea los olores que dan textura al territorio. Ninguno me parecía ni remotamente conocido.
Con los días me vine a enterar que aquellas vaporosas ollas contenían gusanos de seda, gusto adquirido por los coreanos en los años de la guerra cuando la gente sobrevivió comiendo aquel platillo extraordinario, repleto de proteínas. También aprendí que los paquetes de color pardo eran calamares disecados y que gustan comerlos fritos con mantequilla y azúcar como una golosina, igual que nosotros gustamos de las papalinas o los poporopos; pero mi asombro callejero se convirtió en supremo deleite al sentarme, formalmente, en un restaurante. Los platillos llenaron la mesa como flores silvestres que surgen después de la temporada de lluvia. Los había de toda textura, forma y color. Pequeños platillos de guarniciones tan diversos como permita la imaginación de quien cocina.
La experiencia culminante de mi viaje sucedió el último día. Mi vuelo saldría por la tarde, así que por la mañana me animé a visitar una casa de baños. La experiencia fue única: me embadurnaron con barro y me pusieron a secar envuelta en un saco de yute en una pequeña habitación caliente que parecía un sauna seco. A continuación, el sauna de vapor, la regadera y finalmente una sucesión de zambullidas en piletas de agua a distintas temperaturas. Nunca me sentí tan limpia… y tan hambrienta.
Me encaminé a un restaurante cuya especialidad era la barbacoa. Cada mesa tenía su propia plancha para cocinar la carne y un extractor de humo. Los meseros preparaban aquel manjar frente a mis ojos: una delicada carne finamente sazonada. La cortaban y cocinaban con gran destreza, todo frente a mis ojos. La multitud de guarniciones empezó a colorear la mesa: el infaltable kimchi, lo que parecía un soufflé de huevo, tortitas de vegetales, pequeños pescados salados, hojas frescas de lechuga, ajos crudos, rodajas de chile jalapeño, salsas llenas de sabor y una jarra de agua de rosas. La barbacoa coreana de aquella despedida fue un acontecimiento inolvidable.
El recuerdo regresó a mi memoria hoy que emprendí la aventura de acercarme a la cocina coreana en Guatemala. Su auge en nuestro país es un fenómeno curioso, indudablemente provocado por otro, tan profundamente humano: la migración.
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