El Chato Restaurante, Bogotá, Colombia

No fue una. No fueron dos. Fueron tres. Y podrían ser muchas más porque no fue un tema de “la tercera es la vencida”. Fueron tres ocasiones. Fueron tres formas distintas, aunque parecidas, de disfrutar El Chato. En las tres ocasiones noto que la música rompe con la sobriedad que una espera de estos restaurantes. Lo atrevido es apenas una parte del personaje detrás de las creaciones.

Mi primera vez la vivo rodeada de críticos gastronómicos. Nos sentaron en una sala bastante pequeña frente a una cocina que se ve grande.

Incubadora de cocineros en acción, todos de blanco. No todos de blanco. Él siempre de negro. Tiene un semblante de preocupación, o tal vez es de purísima concentración. Observa todo. Su cocina, la domina. Domina su cocina, de eso no cabe duda. Desde fuera disfruto lo que pasa adentro. Cruzamos una fugaz mirada. Se da cuenta que estoy al teléfono. ¿Habrá entendido que escribía de él? No suelo escribir directo en el teléfono pero olvidé mi libreta. Tampoco suelo escribir en directo. Este escenario se presta, inspira escribir al tiro, así como montan cada plato en lista.

Sigo observando. Botes llenos de colores, fermentos, cereales, mezclas. Sonrisas cómplices animando la perfección del siguiente montaje. Él, en cambio, sonríe poco. La precisión de la cocina se traduce afuera. No hay servilleta que se quede sin dueño.

Veo hacia la cocina con mucha atención sin entender mucho. Me hipnotiza. La forma de los platos. La cadencia de los montajes. Las pinzas. Las luces. Todos los cocineros lucen esa mirada de bloque operatorio, una preocupación por que todo salga bien. Salen de cocina con platos en mano cual cirugía exitosa a repartir la noticia. Nuestra mesa se ve pequeña. Lo es. Perfecta para ver llegar e irse estructuras desiguales. Algunos recipientes se ven “comunes”. Casi ninguno lo es. La concavidad prefiere hablarle a la superficie de la mesa y no le damos vuelta porque encima cabalgan animaciones comestibles. Llegan llenos. Parten vacíos. Algunos se posan al centro para que las manos que algún día escribirán de ese momento se crucen y desordenen la armonía y la parsimonia con la que se describen muchísimos ingredientes. Algunos retengo. Otros los escribo. La mayoría quedan en el recuerdo de la lengua, la de las papilas no la de las palabras.

Un verdadero alucín tantos ingredientes juntos. Son los que tienen que ser. Están mezclados. Están combinados. Están separados. Se diferencian por su independencia, se explican por su trabajo colectivo. Álvaro Clavijo lleva los sabores al límite, lo noté y luego lo confesó: salados, ácidos, picantes, aparecen sin miedo. Disfruto su atrevimiento y pienso: “yo habría puesto más picante”.

Las tres veces me reciben con una sopa. El puro calor de cocina que ve pasar tantos productos para reducirlos hasta llegar al sabor de la casa. Volver, volver, volver. Es resultado de la buena suerte. Es resultado del privilegio. Es también el resultado de querer volver.

En el desorden de los recuerdos.

Corazones de res curados.

Caracol.

Guayaba.

Sardina.

Maíz.

Yuca.

Papa.

Montados, uno encima del otro.

De lado.

En bola.

Estirado.

Coqueteando.

Al revés.

Pelado.

Sin pelar.

Unos bocados para empezar.

Arepas, matequilla y polvo de pipilongo. Nació un amor que no vi venir. Jamás remplezará el pan con mantequilla pero le libró una buena batalla intelectual.

Plato de ostra y hongos con kimchi de hoja de yuca. A la mano, un vino austriaco Heindrich, pinot gris naranjo.

Tortilla de arroz y pescado curado. La idea es montar un taco que pronto se deshace pero da igual porque lo único que importa que es llegue de una forma u otra a tu boca. Y qué se cumpla el propósito de las muchas servilletas repartidas.

Ensalada de sandía congelada, gomitas de remolacha que se ha vuelto el truco del cocinero para probarle a los reticentes que este vegetal se come con gusto.

Corazones de pollo que se fueron superando en cada presentación.

Postres.

Cocteles.

Personajes.

Vinos de la cava escondida porque una sabe lo que busca.

Del “fine dining” y los menús degustación, al “find your way” y las diversas formas de disfrutar un momento para comer. Supongo que mucho tiene que ver con la intensión del creador de la experiencia pero una buena parte depende de nosotros, los que decidimos sentarnos y probar la propuesta del otro.

Osado compartir. Osado probar. ¿Entender? ¿Disfrutar? Tal vez lo primero no sea requisito. Lo segundo, ¡qué siempre sea el caso nos deseo!